Andrés Manuel López Obrador tendría que ser motivo de orgullo para la izquierda mexicana ante la gran posibilidad de que por primera vez accedan a la Presidencia de la República en 2006. Pero no lo es. Más aún, una candidatura de López Obrador en las condiciones actuales, lejos de ser la coronación de décadas de lucha de la izquierda mexicana, sería su liquidación. El jefe de Gobierno del Distrito Federal no representa una opción de izquierda real sino la refundación de un priísmo disfrazado de demócrata y la restauración del presidencialismo autoritario contra el cual tantos lucharon durante tanto tiempo.
Presentarlo como un gobernante de izquierda, o como la opción de la izquierda para la Presidencia, sólo es obra de la funcionalidad de la mente que equipara mecánica a todos los integrantes del PRD como militantes de izquierda. Pero no es así. En el astuto tabasqueño se resume una de las banderas de la izquierda como es la política social, que también ha sido empleada por regímenes autócratas, como los que durante generaciones representó el PRI, y que utilizó para construir redes clientelares y corporativas para control político y su permanencia en el poder.
Connotado operador priísta en Tabasco, López Obrador es, ante todo, un pragmático al que la inteligencia emocional de los mexicanos tiene ubicado en un casillero equivocado. Su lucha social en Tabasco, varias veces en los linderos de la ilegalidad, lo ubicó como un eterno gladiador contra el autoritarismo priísta, partido del cual salió en protesta porque no le dieron la candidatura a la presidencia municipal de su tierra. Creció en el PRD de la mano de su fundador
Cuauhtémoc Cárdenas, a quien le pagó golpeándolo a través de la campaña contra la ex presidenta del partido,
Rosario Robles.
Se apoderó del liderazgo del PRD, y desde ahí comenzó la traición al partido que surgió como un movimiento de fuerzas políticas de ex priístas y de izquierda para combatir el presidencialismo autoritario, para recrear esa forma de hacer política de control, manipulación y alteración de la plataforma programática de acuerdo con intereses coyunturales. Pero a él le han perdonado los pecados capitales que provocaron el sacrificio del PRI.
Uno de los ejemplos más claros se dio cuando la Asamblea Legislativa del Distrito Federal, controlada por el PRD, discutía la Ley de Convivencia Social que por años fue una bandera programática del partido, que enfrentaba la oposición de los sectores conservadores que se escandalizaban con la legalización de las uniones entre homosexuales. Todo iba encaminado para su aprobación hasta que el cardenal Norberto Rivera le habló a López Obrador para pedirle que la detuviera y, en un acto autoritario, ordenó a la mayoría perredista en la Asamblea que sepultara la ley. El golpe directo al corazón del PRD no sería el único.
López Obrador se comporta no sólo como si le disgustara el PRD, sino como si le estorbara. Para su campaña presidencial impuso a un presidente, Leonel Cota, y creó un sistema de redes ciudadanas donde el cerebro político es
Manuel Camacho, diputado perredista que dio forma teórica al grupo compacto que llevó a
Carlos Salinas a la Presidencia. De esta manera, López Obrador está embarcado en la creación de un aparato político paralelo al partido, convencido, como lo han sugerido algunos de sus asesores, que aunque necesitan su estructura territorial, es un lastre para un candidato que tendría que ciudadanizarse para poder alcanzar la Presidencia.
De la mano de refinados operadores del sexenio salinista, López Obrador ha repetido el esquema que legitimó al ex presidente, tras las enormes nubes de fraude electoral. La noble política social fue la herramienta para crear, como se hizo con el Programa Solidaridad, una clientela electoral por fuera del PRD, que se ha reflejado en el apoyo de la gente de la tercera edad o en grupos de presión como la organización Francisco Villa, los taxis pirata y el comercio ambulante. Repitiendo el esquema de Salinas con su delfín
Luis Donaldo Colosio, López Obrador pretende imponer como su sucesor en el Gobierno del Distrito Federal a su secretario de Desarrollo Social, Marcelo Ebrard, brazo derecho de Camacho cuando en el sexenio salinista la encomienda era la destrucción del PRD.
Hacia el capital privado, que requeriría para darle vigor a su campaña y viabilidad, en dado caso, a su gobierno, López Obrador les ha estado repitiendo el mensaje que quieren oír: control de la macroeconomía para evitar déficit, y fortalecimiento del Tratado de Libre Comercio. Lo que en el exterior no han querido escuchar es que su discurso doméstico es totalmente diferente: no hay control sobre el déficit, sino sobreendeudamiento. Al mismo tiempo, las audiencias nacionales no quieren escuchar que esa fidelidad a la liberalización económica (el neoliberalismo, se le llama peyorativamente) es totalmente contraria a lo que proclama en México. El doble discurso subraya su enorme pragmatismo, su debilidad ideológica y la ausencia de componentes reales de un programa de izquierda.
Una secuencia lógica de esa forma de actuar es lo que está haciendo del PRD. No son sus cuadros en los que se está apoyando, y sobre 80% de las candidaturas para puestos de elección popular en 2006 quieren ofrecérselas a candidatos ciudadanos, dicen sus operadores. Tienen claro que el techo de 18% de "voto duro" del PRD no les alcanza para competir con probabilidades de éxito en 2006, y que necesitarían otro 18% para ir en igualdad de condiciones contra el PAN y el PRI. Pero la manera como lo está haciendo transmite el mensaje que el PRD y la izquierda son desechables. Ahí se equivoca. Es cierto que el PRD solo no es suficiente para llegar a la Presidencia, pero sin el PRD alcanzarla sería imposible.